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Cónicas del Templo Negro

Después de muchos años de revisión y de buscar la forma de editarme, he vuelto a decidirme por la autoedición. El 4 de julio estará disponib...

viernes, 1 de enero de 2010

-7-

Al fin pude ver esta gran obra fílmica de David Fincher. Partiendo del policial, acaba internándose con tal fuerza en el absurdo y grotesco que toda investigación epistemológica detectivesca se pierde por completo, lo poco de policiaco que queda se convierte en un film noir entreverado con una serie de símbolos de pesadilla.

Me recuerda que Anton LaVey recomendaba tomar los pecados capitales como preceptos de vida en los cuales enorgullecerse, que deberíamos intentar cometerlos tanto como sea posible. La aplicación es debatible, pero la justificación, bastante sólida: como tantas otras acciones de la iglesia medieval, la creación antibíblica y arbitraria de los siete es una medida del oscurantismo. Se trata de situaciones completamente inevitables en la vida diaria del ser humano o de cualquier otro animal. Así se multiplica y potencia la noción de pecado original, la satanización de todo placer, de la propia humanidad, de la vida misma. Así, todo sujeto se vuelve acusable y deudor, y la iglesia se hace a sí misma totalmente necesaria, simplemente para incrementar su propio poder y asegurar su subsistencia. Claramente se refleja de forma sintomática en la culpabilidad universal que se vive en la película de Fincher, la arbitrariedad de la justicia y el daño que es el castigo en sí mismo.
Sin embargo, yo diría que es por eso mismo que, vistos en conjunto, los siete resultan completamente incompatibles: la ambición y la soberbia no dejan mucho lugar a la pereza. La ira y la lujuria tampoco pueden realizarse a la vez y bien se ha hablado de la ira de Dios. Si el Anticristo o el Diablo como Simius Dei pretende reemplazar a su creador, definitivamente son expresiones de orgullo, ambición y envidia, pero deberá dejar de lado la lujuria y la gula al imitarlo, y no será nada si se mantiene en la pereza. La propuesta final de LaVey por ello no resulta tan viable, pero el sentido original de oscurantismo es tanto más fuerte: si algo nos hace renunciar a la lujuria, es la soberbia; si escapamos de la pereza, es por ambición... Como en Ezequiel, el ser humano está rodeado por todos lados por las trampas de la culpa, y por ellas no hay forma de huir del dominio del clero.

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