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domingo, 12 de mayo de 2013

Sevilla, una feria y un encuentro postergado

La feria del libro de Sevilla fue mucho menor de lo que esperaba, más pequeña incluso que la feria interna de la universidad en Lima. Las casetas rodeaban la Plaza Nueva, una bonita plaza bordeada por árboles y presidida por el monumento al rey Fernando III, pero no una de las plazas mayores de la ciudad.
Por otra parte, la feria no se define tanto por su espacio como por su actividad, y tanto en el escenario como junto a cada uno de los pequeños stands hubo cantidad de firmas, lecturas poéticas, debates, presentaciones de libros y demostraciones de artes marciales, y eso solo en el par de días en los que asistí. Considerando que sigue durante dos semanas a ese ritmo, la abarcadura temporal compensa la estrecheza espacial. Claro que yo no pude aprovechar esas dos semanas y solo vi a los pocos editores que estaban exponiendo en esos momentos, de los cuales uno o dos parecían calzar a medias con mis proyectos.

Pero en verdad fue incluso coincidencia que estuviera yo ahí para la feria del libro. Yo solo vine para concretar un encuentro que se había postergado desde hace años. Cuando viajé en España en el 2005, venía justo leyendo los cuentos de un autor peruano que se esperaba poder encontrar en Barcelona. Su escritura irónica, a veces fantástica o sórdida, pero siempre pulcra y de pulso firme, me había convencido y no quería dejar pasar la oportunidad de conversar con alguien experimentado en el terreno literario hacia el cual recién me empezaba a proyectar. Él ya me había respondido muy amablemente un par de mails y me había dejado su teléfono. Sin embargo, se dio el cruce y el desencuentro, y él justo salió de la ciudad al momento que yo estaba llegando. A fin de cuentas, por lo que le entendí después, ya ni sé si alguna vez habrá realmente vivido en Barcelona, o siempre estuvo en Sevilla. Sin embargo, dos años después, cuando publiqué mi primer libro, aun manteníamos la comunicación y él tuvo la amabilidad de comentar mi texto para la contracarátula.

El mes pasado decidí que, como no sé cuánto tiempo me quede de vida en Europa, debía aprovecharlo como fuere y hacer un intento más por encontrarme con alguien que, aunque estuviera a varios kilómetros de distancia, ya estaba del mismo lado del charco que yo. Poco antes de su conferencia en la feria del libro, Fernando Iwasaki me recibió de forma espontánea y calurosa, invitándome a comer en lo que, en su opinión de historiador, era uno de los pocos restaurantes verdaderamente antiguos que quedaban en la ciudad. Nos internamos por las estrechas calles peatonales del centro, que a mi parecer aún conservaban su estructura medieval, y pasamos incluso de largo la entrada principal del local para acceder el lado posterior, en el cual se albergaban una gigantescas garrafas que llegaban hasta el techo del lugar.

Entre un par de tapas y muchos otros temas, Iwasaki comentó que la feria este año era solo una sombra de lo que solía ser, que en ocasiones anteriores solía ocupar dos plazas enteras. Me regaló un ejemplar de su último libro, Nabokovia peruana, una colección de ensayos sobre autores peruanos emigrantes y olvidados, como los hay tantos. Confirmó mi teoría sobre su cuento del libro maldito, que demuestra que efectivamente el Libro de Arena no es otro que el monstruoso Necronomicón del árabe loco Abdul Al-Hazred. También me dijo que pensaba retomar y terminar una novela que había empezado hace años, quizás escribir una más y luego dejar la escritura. Que sentía que ya había hecho todo lo que le correspondía en el terreno. Me resulta impensable, a mí que aun me esfuerzo por poner en movimiento mi carrera literaria, por convertirme en un escritor de verdad después de tanto escribir y múltiples publicaciones invisibles. Yo que estoy recién por empezar, encontrarme con alguien que ya quiere terminar tras haber alcanzado logros y laureles.